viernes, 20 de agosto de 2010

Huella

Llega un momento en que se agotan las ganas de escribir aquí. No porque no haya nada que contar, ni porque haya perdido el interés en escribir. Pero llegados a tal nivel de decepción lo más práctico es seguir boquiabierto, tirar la toalla y hacer oídos sordos al mundo.

Por mucho que nos empeñemos, el ser humano no deja de ser un animal muy básico. Prueba de ello es que sólo actuamos cuando le vemos las orejas al lobo. El mejor ejemplo lo tuve hace apenas una semana. En ese momento me dijiste que harías lo que hiciera falta para seguir como hasta ahora, que no querías perderme. Que querías que siguiera a tu lado. Que te había dejado huella. No deja de ser curioso, a veces los mayores cambios que hacemos en nuestra vida son para intentar que todo siga exactamente igual.

No terminé de creerte, de hecho sigo sin hacerlo. De la misma forma que me cuesta confiar en alguien, me cuesta mucho dejarlo de hacer, pero tú has conseguido ambas. Pero tampoco creo que tuvieras motivos para mentir, y siempre es mejor alargar la mano que dar una patada, así que suspiré y pensé para mis adentros: ¡Qué demonios!

No habían pasado ni diez minutos cuando me jodiste. Mucho. Fue algo instantáneo, sin ninguna intención, porque te salió del alma. Ni tan siquiera te diste cuenta, porque nunca le has dado importancia al daño que puedas hacerme. Total, apenas me quejo. Todos te rieron la gracia, yo volví a perder la confianza.

La vida está cargada de momentos desagradables, pero sin ninguna duda el momento más desagradable de la vida es quedarse atrás. Ver como a tu alrededor todos van avanzando en mayor o menor medida, mientras sigues en la misma posición. Esa frustración, sin embargo, aumenta por segundos si tienes a tu lado alguien que te recuerda constantemente dónde está él. Y dónde estás tú.

Fue precisamente ese momento cuando te miré y no salía de mi asombro. Necesitaba que me demostraras que no querías perderme. Que querías que siguiera a tu lado. En ese momento necesitaba que me demostraras que te había dejado huella. Pero no te importó. Total, apenas me quejo.

En ese caso no te preocupes, porque no habrá ninguna queja. Pero es muy probable que tampoco haya nada más.

jueves, 19 de agosto de 2010

Origen

Hacía ya mucho tiempo que no actualizaba este blog. Mentalmente me he ido escudando con la extremadamente tópica excusa de la falta de tiempo, pero todos sabemos perfectamente a que en todos estos días no me ha ocurrido nada. Bueno, decir nada quizás es exagerar. Sería más correcto decir que no me ha ocurrido nada interesante. Es decir, nada malo.

Y es que al ser humano no le interesa lo positivo. No es rentable. Imagínate que 2012 no tratara sobre hecatombes y muertes meteorológicamente improbables, sino que durante esas tres horas se nos narrara la felicidad de los protagonistas y la satisfacción con sus propias vidas. Más de uno arrojaría las palomitas a la pantalla no sin antes bramar al cielo cuánto hijo de puta hay suelto. Me incluyo.

Después de leer esto más de uno se estará alegrando de que por fin la vida vuelva a darme de patadas, pero lo cierto es que el concepto de volver es erróneo. La vida no ha vuelto a fastidiarme, porque no ha dejado de hacerlo. Ni a mí ni a nadie.

Me explico. Las cosas no cambian. Nada. En absoluto. Ni una pizca. Tan sólo cambia la impresión que causa en nuestra mente. Lo cual es una putada, porque un día crees que algo es maravilloso y al día siguiente te encuentras frente a una acumulación de abono de proporción titánica. Ese cambio de parecer a veces dura un simple instante, a veces dura años, y a veces dura toda una vida. Pero todas esas impresiones no terminan de traspasar el blindaje de la realidad. Siempre terminan por volver a su lugar de origen, en donde el desgraciado nunca deja de serlo. 

Un día te levantas y te das cuenta que todo lo malo de lo que te sentías liberado no sólo ha vuelto, sino que jamás dejó de estar ahí, aunque camuflado. Tienen otra forma, otro rostro, otro significado, pero no dejan de ser lo mismo, un pozo de excrementos y una mano que hace que te resbales. De nuevo. En esos instantes te sientes un auténtico inútil. Inútil y ciego, para ser más exactos. Sientes que a tu alrededor todo deja de funcionar, todo sigue siendo la misma mierda pero envejecida por el paso del tiempo. Y lo peor de todo no es estamparte de morros contra la crudeza de la existencia, sino ver cómo una de las personas que más te importa cae en el mismo error. Casi de forma simultánea. Y al igual que tú creía haber avanzado, superado el bache. Y no sólo se da de bruces una, sino dos veces seguidas. Es como si la vida quisiera asegurarse que ha captado el mensaje: es un desgraciado. Y no sólo te sientes mal por él, sino porque de repente aquello que te abrumaba hace unos segundos deja de tener valor ni para ti ni para nadie, y vuelves a sentirte un inútil. Inútil y ciego. Y egoísta. 

El ciclo de la des-fortuna, cuando a alguien le sonríe la vida, otro las pasa putas. Lo cual no deja de ser una mentira, ya que ninguno de los dos deja de ser afortunado y desgraciado al mismo tiempo y de forma ininterrumpida. Miento, hay pequeñas interrupciones. Muy leves y a muy mala idea. Creemos pensar que es la felicidad. El impulso de cerrar los ojos con fuerza antes de recibir un puñetazo en el estómago. Una simple impresión de algo que no deja de ser malo, pero que en proporción resulta incluso agradable. El tiempo de espera de una putada a otra.

Calor

Definitivamente la humanidad me la tiene jurada. Basta con que recupere la fe en ella durante unos segundos, para que vuelva a arrojarme a la cara sus constantes aunque dolorosas dosis de realidad. Aunque de forma metódica haya conseguido engañarme una temporada, siempre acaba explotando, y siempre es una explosión dolorosa, no por que desmiembre a nadie, sino porque a pesar de tu autoconvencimiento de que volverá a estallar en tus narices, siempre acabas torciendo la mano a favor de una nueva oportunidad. Pero el resultado siempre es un sonoro estallido en plena cara.

Por desgracia (o por suerte, según se mire) todos los seres humanos nos guiamos bajo el mismo patrón, la mentira. Siempre hay una mentira sobre nuestras cabezas, siempre nos rodea un engaño, queramos admitirlo o no. Pero no es algo complicado. De hecho, sobrellevar una mentira es bastante simple. Tan sólo tienes que calcular, casi de forma milimétrica, tus palabras, tus detalles, tus gestos. Pero por desgracia (o por suerte, repito), hay dos momentos en los que la mentira nos absorbe y acabamos rindiéndonos ante la simpleza de la realidad, porque admitámoslo, la verdad siempre es mucho más sencilla, más directa, pero quizás menos decorativa, y tan sólo hay dos puntos de nuestra vida en que, sin darnos cuenta, mostramos al mundo nuestra verdadera cara. Dejamos ver qué es realmente importante para nosotros. Por qué estamos dispuestos a luchar, y por qué estamos dispuestos a sufrir. Uno de esos momentos es el instante previo a la muerte. El otro es el enfado.

El enfado hace que nuestra mente se nuble, hace que el calor suba desde la punta de los pies y no nos deja pensar con claridad. Es algo totalmente irracional, escapa a nuestro control. Un ser enfadado puede gritar, reventar una mochila a patadas, poner los cuernos, acuchillar, arañar la pared, e incluso escuchar Beyoncé (la maldad de nuestra especie no tiene límites). Siempre es fácil decir cuando miente otra persona, pero cuando nosotros mismos ocultamos algo, algo que no queremos dejar a la luz fácilmente, es mejor no enfadarse. Porque hace que salte a la vista con una facilidad casi de guardería. Resulta kafkianamente irónico cuando alguien está enfadado porque otra persona le ha engañado, y el propio enfado muestra sus verdaderas intenciones, bastante lejanas a lo que quiere dejar ver.

Instante

Imagina que estás tumbado sobre la cama, con los brazos bajo la cabeza, mirando el techo y con los cascos inyectándote tu dosis de droga en formato audio. Te empiezas a dormir. Aparece esa sensación tan incómoda de intentar atrapar algo con las manos, pero sin saber exactamente el que, ni dónde está, ni siquiera si está a tu alcance. Un escalofrío recorre tu espalda. Como un rayo. Tus párpados, que estaban a punto de cerrarse, se disparan y tu cabeza se levanta de repente. Te incorporas a gran velocidad y saltas de la cama. Estás eufórico. Sientes que, por un instante, has encontrado tu camino. Tu manual de instrucciones. Empiezas a dar vueltas por la habitación, sigues dándole vueltas. "No es tan descabellado. No sería el primero que lo hace." Cogiendo impulso, abres la puerta, te sientas en la mesa y tomas una buena bocanada de aire.

Sueltas el aire. Y al soltarlo sientes que acabas de soltar parte de tu emoción inicial. Te quedas unos segundos en blanco, diciendo para tus adentros "¿En qué demonios estaría pensando?". "¿Cómo se me ha podido ocurrir?". Y, con algo más de parsimonia, vuelves a tumbarte en tu cama. Aunque esta vez de lado.

Tan sólo me gustaría decirte que, la próxima vez que vuelvas a sentir eso, que te encuentres con que tienes por fin tu vía de escape, deja de pensar. En serio, deja la mente en blanco. Desconecta del todo. No empieces a pensar si es lógico, si tiene sentido, ni siquiera si es realmente posible. Si algo te hace realmente feliz, que nunca se te pase por la cabeza renunciar a ello. Aunque la felicidad que te ofrezca sea tan sólo de un instante.

Cuentagotas

Piensa en ti y en mi. No, no pienses nada raro. Imagínate convertida en agua. Sí, lo sé, eso es del anuncio de Bruce Lee. Ahora imagina que yo soy un vaso. Eso ya es más complicado, ¿no? Bueno, no tanto. Piensa que soy un vaso y ya está, no le busques dobles lecturas.

Voy a complicarlo más, imagina que cada vez que me has hecho daño has llenado de tu agua mi vaso. Joder, suena peor de lo que pensaba... bueno no pasa nada. Por suerte, nunca me has hecho nada comparable a un intento de asesinato o una amenaza de paliza. Ha sido algo más sutil. Has ido llenándome con cuentagotas. Pero ya has volcado.

Ha pasado mucho tiempo desde que te acercaste al borde. Ha sido un proceso paulatino. Constante en ciertos sentidos. Muchas veces de forma inconsciente. Pero ya no puedo ignorarlo más. No puedo seguir fingiendo que no pasa nada. Me rindo.

Me rindo porque cada vez que te veo recibo un costalazo. Y eso no es demasiado agradable, la verdad. Cada vez que siento que estás cerca noto como se me acelera el pulso, pero ya no es por las ganas de volver a ver tu sonrisa. Es por el miedo que tengo de que vuelvas a hacerme daño. Y siempre lo consigues. En diez segundos, para ser exactos.

Me rindo porque estoy harto. Estoy harto de jugar siempre el mismo papel. Un papel prescindible. Estoy harto de siempre estar en segundo plano. No me interpretes mal, no quiero tener el protagonismo en esta historia. Si se le puede llamar historia. Hace poco esta misma situación la viviste con otros papeles. Y tu reacción fue totalmente diferente. Antónima, podría decirse. No estoy diciendo que entonces estuviera mal. Pero que te sea tan fácil renunciar a mi me corrompe por dentro. Me corroe las entrañas. Y no debería ser de esta manera. O quizás sí.

Lo más frustrante de todo es que la verdad es que sí debe ser así. Soy un vaso, es lo único para lo que valgo. Pero me he cansado de vaciarme para volver a llenarme otra vez de amargura, para después vaciarme de nuevo y seguir poniendo buena cara, fingiendo que todo va bien y que mi mayor preocupación es el cambio de dirección que ha tomado LOST. Y que además realmente creas que ésa es mi mayor preocupación.

Y no voy a engañarte, seguramente en una semana vuelva todo a la normalidad. Vuelva a vaciarme por completo de agua y siga preguntándote qué has cenado hoy, porque aún necesito oír tu voz. Y seguramente mientras estés leyendo esto lo único que te importe es cuál sería la gota que hizo que volcaras. Eso no es lo importante. Bueno, en este momento ya nada lo es. Pero necesito que entiendas que seas así conmigo me duele. Soy un ser humano. Si me pinchas sangraré. Así que deja de probarlo, no me quedan más gotas.

Bromeando

Hay veces en las que alguien te fastidia. Fastidiarte de verdad. No, por una vez no estoy hablando de tí. Pero estabas delante. ¿No lo recuerdas? Bah, tampoco te distes cuenta. Dios, ¿soy el único que lo escuché? 

Cuando estás sentado hablando de cualquier cosa con la gente en quien más confías es cuando debes medir más tus palabras. Parece incoherente, pero es cierto. Las personas con las que tienes más confianza son las que más usaran tus palabras en tu contra, porque la confianza que hay entre vosotros se lo permite. No siempre es así, por supuesto. Siempre está el buenazo que nunca te intentará fastidiar en ningún momento y que siempre estará allí, pero por alguna extraña razón, nunca tienes demasiada confianza con ese tipo. 

El caso, es que el otro día en una situación de ese estilo alguien hizo un comentario. Bueno, no era un comentario, más bien una broma. Ni siquiera iba dirigida a mí, pero me salpicaba totalmente. No era algo particularmente ofensivo. Bueno, un poco sí. Pero el caso no es que hiciera ese comentario. Lo que realmente me tocó los huevos es que no se diera cuenta de que podía sentirme mal ante esa broma. No pretendo hacerme la víctima, ni nada de eso. No tengo esa necesidad, y sabes que esa no es mi forma de ser. Pero que no se diera cuenta sólo significa una cosa: no me toma en serio. 

Sí, puede que esté haciendo una montaña de un grano de arena. Puede que esté pataleando como un crío. Que esto sea una rabieta estúpida por algo que ni siquiera tiene importancia. Pero cuando estás dolido tu cerebro no ve nada. Y aunque dentro de dos días nos reiremos de esto pensando que él tan sólo estaba bromeando, de momento no me hace gracia.

Diez Segundos

Diez segundos no es mucho tiempo. Lo reconozco, diez segundos no es nada. Bueno, diez segundos pueden servir para llenarte un vaso de agua. Para reconocer una canción. Para comenzar una conversación. Para enviar un mensaje. Con un móvil decente, desde luego, con el mío son necesarios cuarenta minutos además de varios reactores nucleares. A tí te han bastado diez segundos para detener el tiempo. 

Sí, lo se. Resulta bastante irónico, e incluso ridículo. Pero diez segundos después ya no habían más segundos. Los relojes han dejado de funcionar, las moscas han dejado de revolotear, los coches han frenado en seco y, al llegar al décimo segundo, todo ha seguido como si nada. De repente, todo ha dejado de ser lo que era para ser algo nuevo. Algo que ya conocía. O quizás no... Bueno, no estoy seguro, pero ha sido algo increíble, tendrías que haberlo visto. Desde fuera, me refiero. Todo seguía allí, exactamente igual. Pero completamente distinto. 

Diez segundos no es mucho tiempo, lo reconozco. Pero te han bastado para detener el tiempo. Para demostrarme que no he avanzado. Que cada paso que doy hacia adelante es para tropezarme. Maldita piedra. Que cuando te mire a los ojos seguiré perdiéndome. Te han bastado diez segundos para recordarme todo aquello que intento olvidar. 

En serio, ¿sólo diez segundos? No puedes ser tan buena. Debo estar haciendo algo mal. O quizás un golpe de suerte. Sí, eso es. Ha sido suerte. Espera, ¿entonces por qué no es la primera vez que pasa esto? Mierda, me duele la cabeza. ¿Por qué lo haces todo tan complicado? No, espera. Soy yo. Lo estoy complicando sin motivo, cuando la respuesta es muy simple... La navaja de Ockham, la respuesta más simple suele ser la correcta. Soy un tío práctico, así que tomaré la respuesta simple como la válida... Dios, ¿entonces por qué no me gusta nada esa respuesta? 

Entonces debe ser otra cosa. Debe haber otra explicación. No tiene ningun sentido ¿tan sólo diez segundos? No, para nada. Hay algo que no funciona. ¿Qué puede pasar por la cabeza de alguien en diez segundos que vuelva a desmontarlo todo? 

Tu sonrisa. 

Sí, desde luego Ockham te conoció...